El paisaje metafísico de Tracy Lara


Cayó ayer del viejo árbol una pobre ramita de ocho brotes resecos.

Me inclino a recogerla: parece hoy rociada de relucientes cristales.

 

Pretendo sostener que la pintura de Tracy Lara está animada por las íntimas revelaciones que el reino natural —conjeturo que a través de señales más bien enigmáticas— le ha encomendado a su mirada. (En su acepción fundacional, la voz latina “encomendare” quiere decir poner algo al cuidado de alguien.) Tan refinada como enfática, esta relación con la tierra y las primicias de la tierra implica una evidente alianza creativa, o sea una familiaridad por la que las aptitudes perceptivas de Tracy, así como la organicidad del mundo que explora, se enlazan dentro de un espacio de selección y atracción solidarias, de influencia y convergencia recíprocas.

Sostengo, pues, que se trata de una verdadera afinidad electiva (y de nada menos) lo que lleva a Tracy a habitar la realidad como imagen, pero sólo en la medida en que ella misma se abandona a ser habitada por la imagen como realidad.

 

Voy por la estrecha senda.

Tras de mis huellas se esboza en el aire

una espiral de polvo y hojas ya marchitas.

Alguien sigue mi rastro.

 

Tracy Lara ha frecuentado con esmero y curiosidad aquellos territorios en los que devela con paciencia o prende repentinamente al vuelo —siempre con asombro y fascinación— el espíritu imaginal que le da substancia a su obra y, en acuerdo con las metamorfosis incesantes que son la condición y la cualidad necesarias de ese estado dinámico, le permiten seguir renovándose. Así, la cerrada fronda, el valle pedregoso o el sencillo jardín, y los cuerpos que ahí han fincado su morada —la semilla, la roca, el fruto, la planta o el árbol— hacen de estas comarcas la matriz en que se produce una admirable proliferación genésica.


Este afán nutricio (que es deseo y pasión) se torna elocuente en el conjunto de obras que compone Tierra fértil. Sobresalen en esta serie ciertas piezas que, por sus gamas cromáticas, indican la sutil presencia del agua fecundadora —una anticipación de lluvia, la inminente vecindad de un manantial, o la impregnada persistencia del rocío matinal—, fluidos que al perdurar como linfa o venaje, transforman el suelo en una promesa de procreación, de vida por emanar, y cuya expresión vivificante es, en el segundo que está aconteciendo ahora —ahora mismo— ya lúcida y palpable.


Por la incidencia de esa temporalidad, que es la del devenir de la germinación y el florecimiento, me atrevo a proponer que hay obras que insinúan en sus tonalidades la hora crepuscular del día, otras aluden a la ardorosa verticalidad solar del exacerbado zénit, mientras que otras más anuncian el decrecimiento de la jornada. Es, en rigor, el ciclo del día, pero también el ciclo más amplio del paso de las estaciones que vinculan nuestro ser y estar terrenal con un tiempo cósmico. Estos rasgos de identidad compartidos conllevan una cercana vinculación con los elementos: Tracy no persigue alentar con estos un estricto modelo imitativo, sino que, estimulada por una inusual voluntad inventiva, adivina en este huerto de metáforas sensoriales sus profundos nutrimentos anímicos.

 

Afuera brama el viento.

En el hogar la llama profiere su tibio esmero.

—Yo guardo silencio y cayo estas palabras que ahora tú lees.

 

En Palabras blancas se instaura una poética del silencio y la quietud introspectiva que nos conduce a una contemplación clara y sosegada. Sin embargo, debajo o detrás de la consistencia nacarada y láctea de la superficie más patente, se presiente el surgimiento potencial de un idioma en ciernes    —el murmullo de una lengua capaz de correr el velo de su origen—.

No quisiera pasar por alto que, en el contexto del canon pictórico, el blanco designa paradójicamente ya sea un color que aún no lo es, ya sea la combinación perfecta de todos los colores del espectro luminoso. En consecuencia, la obra de Tracy Lara nos remite a la intuición del uno y del todo, puesto que apunta a la unidad primordial que antecede al génesis de la multiplicidad de los seres y las cosas tomada en su dimensión más compleja: siendo todo los es siendo nada.


Aquí, lo real es una traza tan vital como misteriosa, de suyo sensible, que invita a una vivencia libre y heterogénea de la producción de imágenes. Tracy nos recuerda a menudo que toma del entorno impresiones y objetos (rastros, indicios, vestigios) para luego, durante el proceso de la invención, acallar y diluir su semejanza —su concreción positiva— del medio del que provienen. Advierto que la intención de este precepto no radica en negar el fundamento primigenio del que resultan las formas que serán sujetas, luego, a una genuina conversión poética; antes bien, sugiere un recurso tendiente a sublimar los compuestos originales, penetrando al interior de sus atributos más medulares —acaso más inasibles, más incorpóreos— para dotarlos de la posibilidad de una legítima representación plástica.

 

Descalzo, andas el mundo bajo un cielo radiante.

¿Urgir, pausar tus pasos? Ignoras la respuesta.

No sabes si hoy te marchas o vienes ya de vuelta.

 

Nos hallamos ante una obra que logra que su motivo de referencia (el mundo) y su dispositivo formal (la materia y el color que se convierten en imagen) se ajusten a través de una reciprocidad total. Por consiguiente, la visón de Tracy Lara trasciende la mera función referencial para lograr una enunciación primordialmente evocativa: entre la artista y aquello que es        —más allá o, quizá, más acá de la comunicación condicionada— existe un lenguaje común de arias y silencios convenidos en el que se cifran los arcanos de un principio ontológico (raíz, retoño, brote) a punto de gestarse en todo instante. Es éste, no me queda duda, al plano de la compenetración intuitiva al que debemos estar dispuestos a abrirnos para participar enteramente de ese misterio que nos convoca.

Por el efusivo contraste entre sus gradaciones neutras o saturadas, la insólita densidad de sus veladuras y la audaz gestualidad de su pincelada,  Petra… alientos atrapados sorprende por la inmediatez con la que estremece al espectador. Es imposible declinar en este momento una alusión a la región jordana de Al-Batrā, provincia de espejismos y ensueños que Tracy caminó en cuerpo y alma: ahí está su topología árida, quebrada y yerma, el rango de la coloración de su piedra y arena que acoge lo que, en mis frases, pobremente me veo obligado a nombrar amarillo (áureo o pajizo), rojo (encarnado o carmín), ocre (siena o tostado), pero que en esta pintura son colores que ofrecen en sí mismos esa abundancia de visos y matices que le otorgan significado a la composición de cada una de estas piezas.

No obstante, insisto, si la imagen va más allá de toda subordinación a su objeto de consonancia, me parece que sólo una delicada y diestra práctica de condensación y síntesis de la experiencia de lo visible le da a la creación la plenitud de su sentido. Lo que observamos no es únicamente una depuración elemental de la naturaleza, sino una mutación —vehemente y decidida— entre dos modos de la forma que quedan liberalmente acordados (conciliados, avenidos) gracias a una reinvención del diálogo entre la materia poetizable del mundo y la materia poetizada de la imagen.

Así, al igual que en algunas artes esotéricas, la sublimación es aquí un vehículo que, lejos de atenuar la fuerza del efecto poético de la obra, por el contrario sirve para potenciar su impacto.

 

Un paisaje tras la densa niebla:

presiento el río, la montaña y los ginkos dorados.

Tras la densa niebla mis ojos pintan un paisaje que no existe.

 

No quisiera obviar la circunstancia cardinal de que si hay una honda cohesión entre las indagaciones formales y su obra como emanación, es porque Tracy Lara alimenta una conexión que se asienta en la analogía  hermanada espiritualmente con la infinitud originaria de su esencia última. Por ello es que la pintura de Tracy —corolario de una decantación que se plantea como un auténtico método creativo—, al de dilucidar las propiedades de la realidad concreta, busca establecer las correspondencias simbólicas entre lo representable —la manifestación tangible del mundo— y lo representado      —los ecos y fulgores congregados por la obra—.

Al concluir, muy a mi pesar, estas notas todavía provisionales sobre Tracy Lara, me doy cuenta de que, lejos de deslindar los significados de su obra, por el contrario he contribuido a reafirmar un secreto aún más impenetrable en torno a esta. ¿Es lo anterior el testimonio de una inadecuación inherente a la visión que he tratado de verter en el desciframiento de esta pintura que claramente encierra una voluntad de indagación que se encuentra más allá de las palabras? En el mejor de los casos, quiero suponer que ello se deriva de la manera en que he buscado relacionarme con la artista y su universo imaginal —es como un dejarme llevar por su índole eminentemente insondable, sin ejercer la menor resistencia ante esa invitación misteriosa—.

¿Y en el peor de los casos…?

En el peor de los casos, debo confesar que la hipótesis que vislumbro se declara francamente desventurada, pues implicaría la rotunda denegación de una exaltante posibilidad: la posibilidad que nos regala la artista de descubrir ese ámbito, asentado en una latitud en apariencia lejana, pero que nos es afín y familiar, pues su representación faculta la vasta convergencia de analogías dentro del recóndito entramado de lo perceptible. Es ahí —ahí mismo— donde la mirada de Tracy Lara, situada en la intimidad de una pintura que ha conquistado ya esa secreta vastedad significante, se asume como el germen causante y eficiente de otro mundo dentro de este mundo, ese paisaje metafísico que, junto con ella y para nuestra fortuna, hemos comenzado a habitar.

 




-Adolfo Echeverría

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